Tengo dentro de mí flores y colores, pero también cadáveres y demonios

No sé cuándo empecé a pintar escenas horripilantes. Si tuviera que apostar, diría que en la adolescencia. Tal vez sobre la quincena.

O bueno, más que pintar, era algo así como esbozar. Sacaba de mis entrañas toda la ansiedad y la rabia contenidas en mis venas. Salían raudas cabalgando hasta el papel que muchas veces acababa rompiendo en mil pedazos porque no sostenía la imagen que yo trataba de proyectar desde mi joven mente prematuramente neurotizada. 

Hoy en día seguramente muchos tildarian cómo performance artistica al arrebato destructivo y aniquilador que me poseia cómo el peor de los espíritus. Pero nada más lejos de la realidad. Tan sólo era el colofón final e inevitable de una potente descarga psíquica que un triste y vulgar papel no era capaz de contener.

Al menos no en ese momento. Al menos no en esas condiciones de técnica pictórica inmadura y precaria acompañada de un inexiste autocontrol emocional.

¿Porqué no pintas cosas alegres? Me han dicho infinidad de veces. ¿Porque siempre pintas personas tristes y llorando? ¡Deberías pintar paisajes! ¡Haces unos dibujos muy desagradables! Es una pena que pintes esas cosas con el talento que tienes.

Y las voces siguen oyendose de vez en cuando en mi cabeza. Suenan huecas, suenan lejanas, cómo en una especie de eco interno. Siempre he pensado que esas personas, aunque bienintencionadas, nunca han entendido de que va el Arte. Al menos no el tipo de Arte que yo admiro, disfruto, vivo, analizo y que de vez en cuándo, trato de crear. 

El arte decorativo esta muy bien. Evidentemente que sé reconocer y apreciar la belleza en cuanto la veo. Es cálido, agradable, acojedor y relajante. Es cómo un plato de sopa en un día frío de invierno. O cómo el recibimiento de tu perro cuándo llegas a tu casa agotado después de un día duro de trabajo. Si, el arte decorativo e incluso muchas veces el arte científico e historico pueden ser como un sorbo de agua fresca para el sediento. Nadie lo niega.

Es hermoso ver un lago en reposo con sus aguas tranquilas acunando plácidamente una familia de ánades que flotan sobre sus redondas panzas. Pero ¿y que hay en el fondo de ese lago en la profundidad de las aguas? ¿Que se esconde más allá de lo que nuestros ojos pueden ver? ¿Hay tranquilidad allá abajo o puede que este lugar esté habitado por seres extraños, terroríficos y desconocidos sin que nosotros lo sepamos? 

Ahí es dónde me gusta ir a mí. Al fondo del lago. En busca del misterio, la aventura y los más curiosos descubrimientos. A veces es peligroso,  mi cordura esta siempre en manos de un equilibrista borracho sin duda, lo sé,  lo asumo y lo acepto. Otras veces bajar ahí se vuelve aterrador, algunas otras, sorprendete. Muy pocas personas se atreven a bajar y es por eso que cuándo los monstruos crecen demasiado y devoran a alguno de esos observadores de puestas de sol las fauces de las bestias les cogen desprevenidos y sin armas para dar digna batalla. 

Sin duda yo también prové durante un tiempo de quedarme quieta mirando los rayos del sol y de la luna reflejandose en las plácidas aguas. Pero yo no puedo evitar sentir el susurro de las profundidades. Lo quiera o no, lo cierto es que tengo una sensibilidad especial para percibir el burbujeo incesante de los ojos que nos observan desde el otro lado. Aunque trate de ignorarlo me sigue desquiciando el sonido grotesco que genreran las colosales criaturas que esperan pacientes a que nos metamos desprevenidos en las confusas aguas de la vida. Así que no, yo no puedo quedarme tranquila mirando la superficie del lago por más que quiera o que quieran los demás, porque hay una fuerza superior a mí que me encandila, me seduce y me atrapa. Siento la irrestible llamada hacia lo profundo de nuestra humanidad y lo que hay ahí abajo, muchas veces es desolador, aterrador y demencial, pero es real, auténtico y veraz como la carcajada de un niño travieso. 

Sí, pinto lágrimas, monstruos y atrocidades porque caí en el lago antes de tan siquiera ser consciente de ello. La tristeza, el dolor, la rabia y la locura son viejos conocidos que insisten en sostener sus lazos de unión adheridos a mí en forma de potentes tentáculos. O tal vez soy yo misma que ciega y cargada de apego por su compañía que me complazco en abrirles la puerta y servirles cordialmente té y galletitas de forma recurrente. O quién sabe, tal vez sea el destino, Dios o el Karma los que decidieron que fueran parte de mi paso por la tierra. No lo sé la verdad. En todo caso, entiendo y acepto que no fue una decisión consciente y aún así, no podía ser de otra forma. 

Dicen que uno comparte lo que tiene y yo tengo dentro de mí flores y colores, pero también cadáveres y demonios. Mis flores suelen marchitarse prontamente. Los colores se mezclan entre sí en una danza caótica que los corrompe y ensombrece. Los cadáveres apestan y me afrentan constantemente con sus miradas penetrantes llenas de oscuridad vertida en sus cuencas vacías. ¿Y que decir de los diablos atrincherados en mis entrañas que van y vienen retorciendo mi cerebro insistentemente sin ningún tipo de compasión trasladandome hacia las peores pesadillas pasadas, presentes, futuras, posibles e imposibles?

No señores, no puedo pintar cosas hermosas. Tal vez si que puedo dejarme llevar de vez en cuando seducida por su ansiada calidez como si de un hábil amante seductor se tratará. Pero al fin, siempre volveré al lado de mi captor inicial. Ese con el que me despose desde mi más tierna juventud, ese que me absorbe y me atormenta cómo un marido criminal y maltratador, cómo un hombre atroz y cruel que aún a pesar de su evidente maldad logra mantener viva la fascinación que ejerce sobre su condescendiente víctima.

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